No sé si es el otoño, que abandona la trémula calidez que suele dejar el verano y que coge carrerilla para adentrarse en las gélidas manos del invierno, pero hoy he amanecido con el corazón frío. Tengo las manos temblorosas y me pregunto si el miedo ha hecho también su trabajo. Los pies, esos pequeños carámbanos hijos de puta, siguen en su línea. A éstos les da igual que sea agosto que la despedida de un octubre para olvidar. Están siempre fríos. Yo ya me he acostumbrado a que ni veinte pares de calcetines sirvan para algo. Y para colmo, todas las dudas, todas las desesperanzas, han vuelto a desperezarse. Todas las vueltas que da la vida se desdoblan hoy delante de mis ojos. Todas las esquinas que giré, creyendo que iba a encontrarme con tus ojos.
No pido mucho. Un poco de calor en la madrugada y un oído que escuche y comprenda. Fundamentalmente, que me comprenda. Sé que es difícil. Sé que a veces, las cosas que me dejan el corazón frío únicamente las puedo ver yo. Sé que la forma en que interpreto las cosas a veces no es la correcta, por eso necesito que ese oído además, tenga paciencia conmigo. Y la paciencia, no nace debajo de una plantita de perejil. Por desgracia, la paciencia debe cultivarla cada uno dentro de su alma. Y hay que querer cultivarla, acordarse de cuando han sido pacientes con nosotros y procurar hacer lo mismo. Y no siempre estamos dispuestos.
A lo mejor, son los fantasmas. A lo mejor son ellos los que dejan el corazón frío, al pasar por detrás y erizarte los pelos del brazo, en ese momento preciso en que sientes un escalofrío en la espina dorsal y en la nuca, como cuando ves una serpiente peligrosa, aunque sea a través de la pantalla del televisor. Yo ya no sé cómo luchar contra esos fantasmas. Los viejos y los nuevos. Ya no sé cómo procurar calor a este pobre corazón para que no sufra más. Para que nada le afecte. Para que cualquier cosa sea como tenerlo metido en una urna de cristal y poder pasar por la vida sin volver a sentir el corazón frío. Sé tú mi cazafantasmas, aunque sólo sea para que las cosas vuelvan a tener sentido.
No quiero que se me vuelva a helar el alma, a golpe de malas palabras, de riñas estériles que nunca llevan a nada. Porque cuando alguien sueña algo, la única forma de que ese sueño se cumpla es luchar para conseguirlo. Y tengo miedo de que, por culpa del frío, mis ganas de intentarlo perezcan, inermes y abúlicas de sus propias ganas.
Sigo con los pies fríos, cómo no. Sigo con las manos temblorosas y el corazón cansado de latir para no quedarse helado. Sigo con el miedo en el cuerpo, en la espina dorsal. Un miedo atávico y recurrente, marcado -quien sabe, quizás sea eso- por los recuerdos que acuden a mi cabeza, por el significado que tiene para mí el día de hoy.
Sí, ya me había dado cuenta de que es el día perfecto para hablar de fantasmas, aunque los míos tengan ojos, y manos, y pies (tal vez también fríos) y sean de carne y hueso. Seguiré buscando la forma de librarme de ellos. Seguiré luchando por construir ese sueño que tuve un día, cuando ví claro que mi vida no iba por el buen camino. Seguiré luchando, porque, no nos engañemos, nada en la vida se consigue sin pelear por ello. Y cuando es fácil, cuando no tienes que pelear ni siquiera un poquito... malo... por eso, me gusta el frío, aunque hoy haya amanecido invadida por él. Porque me hace recordar que si quiero algo -calor, por ejemplo- tengo que ponerme el cuchillo entre los dientes y entrar en la selva a pegarme con el león de turno. Con el miedo de turno. Con el fantasma de turno. Con la idea tonta de turno que me repite inconscientemente que no hay un futuro feliz para mí.
Disculpadme, voy a afilar el cuchillo y a pelearme un rato con la vida...