martes, 22 de mayo de 2007

El espejo de la luna

Me asomé al mar para mirarme en el reflejo de la luna. Quería mirarme en ella, y no en su espejo de plata, pero tan alta, no se dejaba. Así que me asomé al mar, temiendo caerme como le sucedió a Narciso, quien por admirar su propia belleza se precipitó en el lago y murió ahogado. Pero no me caí.


Me asomé al mar y en lugar de ver mi cara reflejada en la luz de la luna... me encontré con la tuya. Me mirabas apagado, pétreo, sombrío. Y aunque me asusté porque tu mirada vacía me gritaba que ya nunca podrías salir, me sentí tranquila al darme cuenta de que si queríamos permanecer juntos para siempre, el único lugar posible era el mar. Así que me dejé caer, me sumergí en la oscuridad de ese mar que tanto habíamos compartido, me mecí en sus olas y te agarré fuerte de la mano, para que mi último suspiro acompañase al suspiro de la luna, cuando coqueta, se miraba en el espejo del mar.

...y la vida era las noches de los viernes...

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Nuestro día era el viernes. Infinitas noches de viernes de birras y humo dulce. Infinitas charlas. Infinitas risas. Tú y yo mirándonos en el fondo de las botellas de las cervezas que eran nuestras inseparables compañeras. Aves nocturnas esperando el amanecer de tantos sábados. Tú y yo, simplemente iguales. Entendiéndonos con cada mirada y con cada gesto. Tú y yo. Riéndonos del mundo por fuera, agobiados, heridos y enfadados, por dentro.


La vida eran los viernes. Salir, beber, reír... cantar a grito pelado las canciones que nos inquietaban el alma, que nos abrumaban, que nos hacían sentir vivos. La vida era ocultarse entre las sombras de la noche para asomarse al río y competir sobre quien lanzaba la piedra más lejos. La vida era robar girasoles o manzanas, o moras. La vida era subirse a las rocas más altas y gritar tu nombre. La vida duraba lo que una noche de viernes de primavera, cuando el sol clareaba nos íbamos a dormir y se acababa todo, hasta el siguiente viernes, renacíamos de las cenizas como el Fénix... y volvía la vida.