lunes, 26 de diciembre de 2011

Los desvanes de mi memoria

Creo que tenía diez años, no lo recuerdo bien. Leí un libro sobre el desván que todos los niños tememos. Sin sospechar que los desvanes guardan la riqueza de nuestra historia, los orígenes de donde provenimos cada uno de nosotros. Los desvanes recuerdan nuestra memoria, te cuentan en cada trasto viejo y aparentemente inservible, la vida de tus antepasados. Creo que ese libro me abrió los ojos a un mundo más amplio y lleno de aventuras. Ese desván de mi mente, se abrió para llenar mi cabeza de fantasmas que nunca más me dejarían dormir tranquila.

Los niños son como esponjas y yo, desde aquella noche que desperté envuelta en sudor y con un miedo atroz, decidí que los galápagos no eran tortugas grandes, si no el nombre con el que se llamaban unos a otros los inmortales, los que no morían nunca. No sé si mi incosciente me jugó una mala pasada, porque como he podido constatar mucho más tarde, los galápagos viven cientos de años, pero en mi interior, galápago era sinónimo de inmortal. Mi abuelo había muerto seis meses antes y con la sencilla ternura de una niña de diez años, tenía que ser galápago.

No sé si mi infancia fue feliz o no. Nunca fui una niña normal. Y consecuentemente, nunca he sido una mujer normal. Mi cabeza se llenó demasiado pronto de aventuras, de fantasías, de historias. Recuerdo que durante meses, mis amigas me llamaron Antoñita "la fantástica" riéndose por mi desbordada imaginación. Todas menos una. Todas menos Aroa. Alguien que me fue siempre leal y que cuando el tiempo y la ciudad nos engulleron, para mí, desapareció la lealtad en sí. La lealtad que sólo se puede otorgar a quien has visto crecer y hacerse mayor, la lealtad que se conserva cuando, después de veinte años, nos volvemos a encontrar en esa ciudad que me vió nacer y nos damos cuenta de que la amistad nunca desapareció y que seguimos ahí, las mismas niñas asustadas encerradas en cuerpos de mujeres.

La conocí en el parvulario, con cuatro o cinco años, en aquel destartalado edificio que aún me duele cuando lo miro, vacío y desnudo, tapado simplemente por trozos de azulejo marrón, de color chocolate con leche. No me acuerdo de cómo nos conocimos exactamente, porque había más niños que conocía de antes, de la guardería, del parque, pero nos hicimos amigas enseguida.
Jugábamos a "V", a la goma, a "El Equipo A". Hacíamos manifestaciones (ella y yo solas) a favor del medio ambiente, después de habernos pasado toda la tarde dibujando una pancarta en una cartulina. Qué sabíamos nosotras de pedir autorizaciones de recorridos, ni de fechas, ni de nada al Ayuntamiento. Creíamos que con salir a la calle, la gente se nos uniría. Total, no había causa más justa que la que defendíamos. Pero sobre todo hablábamos. Hablábamos de todo. De todo lo que puede ser importante para dos niñas de diez años.
Aroa compartía mis fantasías como una espectadora más, manteniéndose en un discreto segundo plano, mientras yo le explicaba con pelos y señales mi último sueño, el cuento que había escrito el sábado anterior o una película que acababa de ver. Escuchaba siempre atentamente y recuerdo que una vez, tardé seis días en contarle "El hombre maravilloso" de Terence Hill, que me había hecho mucha gracia y que por los gastados 80 estaba muy de moda. Yo creo que estas cosas las hacía por inseguridad, y que ella me escuchara durante seis tardes seguidas contarle una película conseguía que mi inseguridad se viera aplacada y yo me sintiera un poquito mejor, un poco más segura, un poco más querida. Si no, no tiene explicación.

No, la verdad es que no, nunca he sido una niña muy normal. La inseguridad sigo padeciéndola, es algo que viaja conmigo, pero me la trago a ojos del resto del mundo, aunque alguna que otra vez sale a relucir, sobre todo en los momentos en que los acontecimientos me desbordan y ya no puedo más.

Esto trataba, o quería tratar sobre la memoria, sobre la fantasía, sobre galápagos, sobre el miedo a la muerte y sobre la amistad. Y acaba siendo una crítica velada para mi torpe inseguridad. A ver si un día de estos consigo encerrarla en el desván de mi mente, cierro la puerta con saña y la dejo dentro, junto a todos aquellos fantasmas, para poder volver a dormir tranquila.