Hace tan sólo dos días que te estaba felicitando por tu 81 cumpleaños y
esta madrugada te nos has ido. Aunque sé que siempre estarás conmigo.
Recuerdo cuando, de niña, me escondía por las habitaciones, en el pueblo, porque no quería volver a Gijón. Y tú me decías siempre: "Corre, escóndete, que yo les digo que no estás y así te dejan aquí, conmigo".
Contigo.
Prácticamente toda mi vida ha estado ligada a ti. Veranos interminables, de río, moras, bicicleta y meriendas en Funtiñea. Otoños de castañas, uvas, manzanas, pimientos asados, calabaza y salsa de tomate. Inviernos de temperaturas bajo cero, braseros y chocolate con tortas fritas. Primaveras de flores, paseos nocturnos y siestas en el patio bajo las nuevas hojas de la parra.
Siempre compartíamos cama, en Gijón, porque no había otra habitación en la que pudieras dormir, y en el pueblo, porque nos gustaba charlar a oscuras, a mí oírte historias de la Guerra Civil y la posguerra, de cómo se hilaba el lino, adivinanzas escatólogicas y divertidas como aquella que decía "Entre dos piedras feroces sale un tío dando voces..." que no sé por qué, en su sencillez, a mí me hacía una gracia tremenda.
Me encantaba oírte. Luego, cuando crecí y me fui a estudiar a Salamanca, en los perdidos noventa, te escribía cartas donde comentaba la situación política del país, y cuando iba a verte, me reñías, porque únicamente te hablaba de eso. Pero es que era de lo que más acabábamos hablando tú y yo.
Más tarde aún, enfermaste. Y yo enloquecí de rabia. Al principio no sabía cuidarte. No sabía o no quería reconocer que necesitabas que te cuidaran. Que ya no eras tú la que me cuidaba a mí. Así fue como empecé yo a cocinar, a intentar aprender en tiempo récord todos tus trucos culinarios. Creo que el amor por los fogones, junto con el amor por los animales, lo heredé de ti.
Y ahora, se me caen las lágrimas al darme cuenta de que es demasiado tarde para hacer aquello que siempre dijimos que íbamos a hacer, lo de grabarte contando cómo viviáis en la posguerra, cómo íbais a Astorga a llevarle a tu padre unas patatas o algo de lo poco que había para comer, a la cárcel. Por rojo. Por rojo y toma ya, probablemente por farandulero. Porque otra cosa de la que te sentías especialmente orgullosa era de las obras de teatro en las que participaba tu padre. Me contabas cómo las preparaban, cómo ensayaban el papel, cómo la gente aplaudía a rabiar porque eran muy buenos.
Me arrepiento de no haberlo hecho nunca. Primero porque creíamos que habría tiempo de sobra y después, por mi falta absoluta de tiempo, trabajando, estudiando una segunda carrera... y luego esa maldita enfermedad que se lo come todo, que es como una nada y que sólo deja olvidos.
Sé que estarás siempre conmigo. En mí, en mi corazón. Sé que siempre estuvimos unidas por algo especial y eso no lo puede romper algo tan feo y absurdo como la muerte. Así que me tocará ser fuerte por las dos, o mejor, por las tres: por ti, por mi madre y por mí, y vivir lo que me resta orgullosa de haber tenido una abuela tan guay como tú. De que fueras la primera en empezar a llamarme "Cris" cuando te enteraste que odiaba mi nombre y el diminutivo que me habíais puesto de pequeña. De que me entendieras, me escucharas, te rieras cuando había que reírse y me consolaras cuando había que hacerlo. De que vivas en mí, en mi forma de ser y en el genio que me gasto. Y sobre todo de que fuéramos capaces de entendernos con una simple mirada.
Siempre estarás conmigo.