Ahí estaban, de nuevo, los de la
furgoneta roja.
Roja, qué ironía que fuera de ese
color. Siempre aparecían de noche, y mi madre, dejaba la puerta entreabierta,
muy levemente, para vigilar desde dentro de la casa. Para saber a quién se
llevarían esta vez.
Al día siguiente, hacíamos los
casi 40 km que separaban el pueblo de la ciudad donde estaba mi padre, encarcelado
por rojo. Un color que yo había aprendido a odiar, gracias a la furgoneta.
¡Había tantos colores bonitos! Y él, tuvo que dejar el teatro, que estaba
pintado de todos ellos y cambiarlo por la cárcel, por ser afín a uno solo.
Hacíamos el camino a pie o en
burro, como podíamos. Le llevábamos patatas o lo que hubiera por casa, y mi
madre, le contaba a quién se habían llevado, los de la furgoneta roja.
(Esta historia es real. Me la contaba mi abuela Kika, en las noches de verano de mi adolescencia, bastante antes de contraer esa absurda y torpe enfermedad llamada Alzheimer. La niña, era ella. La madre, mi bisabuela. Sirva de pequeño homenaje a todos aquellos "desparecidos" durante la Guerra Civil, y en la posguerra y que acabaron con sus huesos en cualquier cuneta).
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