La tétrica figura la miró. Ella estaba blanca con los ojos desencajados por el terror. Con los labios semiabiertos como esperando a que la garganta se decidiera a dar un grito. La figura, oscura y temblorosa se acercó pausadamente. Ella no podía intuir siquiera que aquel sudario blanco y límpido que la cubría se lo había colocado la mismísima muerte. La figura interrumpió el grito antes de que se produjera. Ella no era capaz de verle la cara, pero si sintió en la mente una voz quebrada, profunda, que le decía que no era necesario tener miedo. Que ahora ya nada le haría daño.
Ella no lograba entender por qué la figura le había dicho aquellas extrañas palabras. ¿Nadie podrá hacerme daño? Eso es algo difícil de creer. Soy frágil, mis huesos pueden quedarse con un chasquido, mi carne es fresca y débil, ¿quién eres tú para decirme que ya nadie puede hacerme daño?
La figura se mostró ahora con todo su horror. Su cara, descompuesta, mostraba parte del cráneo, sólo un ojo se veía en su sitio, aunque la carne del párpado había desaparecido, por lo cual no podía cerrarlo nunca, debiendo aguantar para siempre la tortura de no dormir, de ver todo lo que ocurría. Era una figura alta, cubierta por un manto negro, que dejaba sus huesudas manos al descubierto. Unas manos que sostenía un candil y que también estaban carcomidas por los gusanos, que podían verse por doquier. A las preguntas de la mujer, simplemente intentó sonreír, pero los dientes de su mandíbula estaban casi sueltos, y la figura cerró pronto la boca, por temor a perder parte de su dentadura.
Ella se asustó un poco, pero algo en su interior le hizo sentir pena por la figura, que a todas luces la estaba protegiendo.
Ella no lograba entender por qué la figura le había dicho aquellas extrañas palabras. ¿Nadie podrá hacerme daño? Eso es algo difícil de creer. Soy frágil, mis huesos pueden quedarse con un chasquido, mi carne es fresca y débil, ¿quién eres tú para decirme que ya nadie puede hacerme daño?
La figura se mostró ahora con todo su horror. Su cara, descompuesta, mostraba parte del cráneo, sólo un ojo se veía en su sitio, aunque la carne del párpado había desaparecido, por lo cual no podía cerrarlo nunca, debiendo aguantar para siempre la tortura de no dormir, de ver todo lo que ocurría. Era una figura alta, cubierta por un manto negro, que dejaba sus huesudas manos al descubierto. Unas manos que sostenía un candil y que también estaban carcomidas por los gusanos, que podían verse por doquier. A las preguntas de la mujer, simplemente intentó sonreír, pero los dientes de su mandíbula estaban casi sueltos, y la figura cerró pronto la boca, por temor a perder parte de su dentadura.
Ella se asustó un poco, pero algo en su interior le hizo sentir pena por la figura, que a todas luces la estaba protegiendo.
- ¿Quién eres? –preguntó tímidamente.
La voz que anteriormente sintiera en su mente, volvió a presentarse otra vez, de nuevo clara y profunda:
- Soy tu guardián.
- ¿Acaso soy prisionera?
- Aquí no hay prisioneros. Puedes salir y vagar. Aquí sólo invitados. Tuya es la decisión de quedarte.
- ¿Invitada? ¿Quién es mi anfitrión?
- La eternidad –confirmó el guardián quedamente.
Ella se estremeció ligeramente. El pánico había desaparecido por completo. El guardián ya no le parecía horrible. Sintió incluso cierta familiaridad, pero se alegró de que su rostro siguiera siendo bello. Sus mejillas volvieron a cobrar color. Sus manos dejaron de temblar. El sudario le pareció incluso hermoso. Fue entonces cuando asombrada, le preguntó al guardián:
- ¿Quién me ha vestido así? ¿Por qué llevo estas ropas?
- Todo el mundo viste así en este castillo. Cada uno con una túnica de diferente color. Los colores distinguen a los invitados.
- ¿Acaso hay clases en este castillo?
- Hay seres –respondió el guardián-. Cada ser viste de un color para que pueda ser reconocido por el resto de habitantes del castillo.
- ¿Tiene muchos habitantes este castillo?
- Cada día lo pueblan más de mil almas. Y cada noche este mismo número de almas se va.
- Intuyo entonces, que éste es un lugar de paso. Quizá me quede unos días y luego siga mi camino.
- Tú decides tu destino- afirmó el guardián con su ronca voz.
Ella, toda blanca, no podía acordarse de cómo había llegado allí. No conseguía recordar dónde estaban sus seres queridos, ni siquiera podía recordar sus nombres, aunque tenía presentes los rostros de cada uno de ellos.
- Esto también pasará -le dijo al guardián como las otras veces, introduciendo su voz en la mente de la mujer.
- ¿Cómo te atreves? –le inquirió ella- ¿Cómo te atreves a leer mis pensamientos?
- Tus pensamientos resuenan dentro de mí. Al igual que en el resto de los habitantes del castillo. Tú también podrás oír los pensamientos de los demás. Aquí no existen los secretos. Aquí no existe la intimidad.
- Eso es horrible- respondió ella, pálida.
- Es lo malo de este lugar. Muchos se quedan, atraídos por los placeres, pero al cabo de dos noches, no pueden soportar no tener intimidad y se van. A otros no nos importa que los demás descubran todos los secretos de nuestras almas. Incluso aunque hayamos sido seres torturados en vida, seres malvados y corruptos, no nos importa porque es una forma de purgar nuestros espíritus.
- No comprendo muy bien –dijo ella entonces sin necesidad de hablar- cómo he llegado aquí.
- Todos pasamos aquí al menos una noche. Es la primera posada que ocupamos. Luego podrás hacer lo que te venga en gana hasta que seas juzgada.
La mujer se asustó otra vez y su cara se descompuso, atravesada por el dolor y el terror:
- Juzgada, ¿decís? Yo no he cometido crimen alguno. Mi alma es pura como este sudario que me envuelve. Antes me afirmasteis que no soy prisionera. ¿De qué se me ha de juzgar, entonces?
- En efecto, no eres prisionera. Ya te he dicho que podrás vagar a tus anchas. Pero antes debes visitar a tu anfitriona. Quizás así comprenderás por qué has de ser juzgada. Todos los seres pasan ante el gran tribunal algún día. ¿No has comprendido…? –el guardián empleó en estas palabras un rictus de dureza- ¿ …que estás muerta?
La mujer rompió a llorar tras estas palabras. Creía que eras un guardián bueno, pensaba para sus adentros, aunque era consciente que otros como ella, habitantes del castillo, la estaban oyendo. Pensó que no era posible que estuviera muerta. No recordaba por qué, no recordaba haber estado enferma, haber sufrido un accidente, ni nada parecido. Y tal y como el guardián había predicho, las caras de su seres queridos también desaparecían poco a poco en lo más hondo de su memoria…
Fue llevada ante la eternidad.
La eternidad se parecía mucho a la nada.
No supo qué decirle, pues no tenía pecados que confesar.
La eternidad tampoco habló.
El guardián se metió de nuevo en su cabeza y le dijo: eso es lo que te espera. Tu anfitriona es tu futuro. El juicio está aún lejos, pues muchos otros antes que tú deben ser también jugados. Algunos tienen tantos crímenes en sus espaldas que se tardan siglos en juzgarlos. Otros son sencillos y pronto reciben la sentencia. No debe asustarte la sentencia, puesto que ya debes saber, que aquí no se condena a nadie a muerte…
A la mujer no le hizo gracia el chiste del guardián, quien siguió hablando:
- Tú no serás sentenciada al martirio, ni a la tortura, pues tu sudario es blanco y puro. Todos te reconocerán como a uno de los elegidos. Por esto, te repito, nadie aquí te hará daño.
- Me siento sola- se atrevió a decir en un susurro.
- Así es la eternidad. El sufrimiento viaja siempre con nosotros. No importa si has obrado bien o mal en tu vida, pues el sufrimiento y la soledad nos acompaña a todos. No encontrarás dolor físico en tu camino, pero tampoco te librarás del que procede de los sentimientos…
- No comprendo donde estoy, ni entiendo para qué se nos juzga, si todos hemos de sufrir por estar solos.
- La muerte es como la vida. Es incomprensible en todos sus aspectos. ¿Por qué nacemos? Nadie ha respondido nunca esa pregunta. Sabemos cómo opera la biología, pero no conocemos el sentido de la vida. La muerte es asimismo igual de extraña. Nadie sabe por qué morimos, ni qué venimos a hacer aquí.
- ¿Y por qué eres tú un guardián? A alguien has de servir, ¿quién es tu amo?
- Yo no sé a quién sirvo. Imagino que es la propia muerte mi dueña y señora. Yo sé que tengo este cometido y no hago tantas preguntas como tú. Puede que algún día, tú también descubras que tienes un cometido. Algunos habitantes de este castillo, lo abandonan en las frías noches de invierno y se divierten a asustando a los mortales. Ése es su cometido. Otros prefieren hacerse pasar por gatos negros y hacen tropezar a ancianas o hacen petrificar de terror a niños indefensos, provocando ruidos en sus alcobas. Estos son sus cometidos. Los menos, nunca salen excepto en la noche en que gobernamos los muertos sobre los vivos y su cometido es vigilar que ninguno de los demás sobrepase los límites. Puede que tu cometido sea procurar más almas a este castillo. Nadie lo puede saber. La mayoría de los que aquí se encuentran aún no lo saben y por ello, intentan disfrutar de los placeres que aquí se les ofrecen.
- Antes has dicho que a algunos seres se les tarda siglos en juzgar. ¿Cómo sabré que ha pasado ese tiempo?
- La eternidad- respondió el guardián –es muy variable en su extensión. El tiempo no se mide tal y como lo miden los mortales. El tiempo pasa, simplemente, y de pronto, te toca ser juzgado. No te darás cuenta del paso del tiempo. Aquí la noche es eterna y no notarás el paso de los días. No te tortures con preguntas que no tienen explicación. Las cosas son así y nada más. No hay motivo.
La mujer palideció de nuevo. Sus labios temblaron por un momento, pero pronto se recuperó de su pavor. No quiso preguntar más. No quiso saber más. Ella siempre había creído que la muerte sería otra cosa. Siempre había imaginado que su cuerpo sería devorado por el Gran Gusano y su espíritu iría a parar a un lugar mejor que el terrenal. Siempre le habían contado que las personas buenas iban al edén y las malas al infierno. Aquel lugar, aquel castillo, se parecía mucho más a una cárcel que a un bello paraíso. Aquel lugar era horrible.
El guardián la llevó a su aposento. Era una alcoba ricamente decorada, con una cama de oro y sábanas de raso y seda. En la estancia había cuadros por doquier, manjares en una gran mesa de roble y un espejo de plata, ovalado, de pie al lado de una de las ventanas, las cuales tenían vidrieras por cristales. Por ellas, se filtraba una tenue luz, procedente de la extraña noche que lo rodeaba todo. La habitación parecía parpadear por efecto de aquella luz. Toda la estancia tenía un halo de misterio, una sensación lóbrega y a la vez agotadora. La mujer pensó que quizás era ella la que se encontraba cansada. Comió alguno de los manjares cuando se encontró sola. El guardián le había dicho que no los necesitaría, pero que muchos de los seres encontraban consuelo en poder disfrutar del placer de comer y beber, así como de acostarse con sus congéneres. Después se miró en el espejo de plata levemente complacida y observó con horror que su rostro se había demacrado, poco a poco su cara se parecía más a la de su guardián, y así el resto del cuerpo. Y entonces, aterrorizada, supo que estar allí no era lo más horrible de morir.
- ¿Invitada? ¿Quién es mi anfitrión?
- La eternidad –confirmó el guardián quedamente.
Ella se estremeció ligeramente. El pánico había desaparecido por completo. El guardián ya no le parecía horrible. Sintió incluso cierta familiaridad, pero se alegró de que su rostro siguiera siendo bello. Sus mejillas volvieron a cobrar color. Sus manos dejaron de temblar. El sudario le pareció incluso hermoso. Fue entonces cuando asombrada, le preguntó al guardián:
- ¿Quién me ha vestido así? ¿Por qué llevo estas ropas?
- Todo el mundo viste así en este castillo. Cada uno con una túnica de diferente color. Los colores distinguen a los invitados.
- ¿Acaso hay clases en este castillo?
- Hay seres –respondió el guardián-. Cada ser viste de un color para que pueda ser reconocido por el resto de habitantes del castillo.
- ¿Tiene muchos habitantes este castillo?
- Cada día lo pueblan más de mil almas. Y cada noche este mismo número de almas se va.
- Intuyo entonces, que éste es un lugar de paso. Quizá me quede unos días y luego siga mi camino.
- Tú decides tu destino- afirmó el guardián con su ronca voz.
Ella, toda blanca, no podía acordarse de cómo había llegado allí. No conseguía recordar dónde estaban sus seres queridos, ni siquiera podía recordar sus nombres, aunque tenía presentes los rostros de cada uno de ellos.
- Esto también pasará -le dijo al guardián como las otras veces, introduciendo su voz en la mente de la mujer.
- ¿Cómo te atreves? –le inquirió ella- ¿Cómo te atreves a leer mis pensamientos?
- Tus pensamientos resuenan dentro de mí. Al igual que en el resto de los habitantes del castillo. Tú también podrás oír los pensamientos de los demás. Aquí no existen los secretos. Aquí no existe la intimidad.
- Eso es horrible- respondió ella, pálida.
- Es lo malo de este lugar. Muchos se quedan, atraídos por los placeres, pero al cabo de dos noches, no pueden soportar no tener intimidad y se van. A otros no nos importa que los demás descubran todos los secretos de nuestras almas. Incluso aunque hayamos sido seres torturados en vida, seres malvados y corruptos, no nos importa porque es una forma de purgar nuestros espíritus.
- No comprendo muy bien –dijo ella entonces sin necesidad de hablar- cómo he llegado aquí.
- Todos pasamos aquí al menos una noche. Es la primera posada que ocupamos. Luego podrás hacer lo que te venga en gana hasta que seas juzgada.
La mujer se asustó otra vez y su cara se descompuso, atravesada por el dolor y el terror:
- Juzgada, ¿decís? Yo no he cometido crimen alguno. Mi alma es pura como este sudario que me envuelve. Antes me afirmasteis que no soy prisionera. ¿De qué se me ha de juzgar, entonces?
- En efecto, no eres prisionera. Ya te he dicho que podrás vagar a tus anchas. Pero antes debes visitar a tu anfitriona. Quizás así comprenderás por qué has de ser juzgada. Todos los seres pasan ante el gran tribunal algún día. ¿No has comprendido…? –el guardián empleó en estas palabras un rictus de dureza- ¿ …que estás muerta?
La mujer rompió a llorar tras estas palabras. Creía que eras un guardián bueno, pensaba para sus adentros, aunque era consciente que otros como ella, habitantes del castillo, la estaban oyendo. Pensó que no era posible que estuviera muerta. No recordaba por qué, no recordaba haber estado enferma, haber sufrido un accidente, ni nada parecido. Y tal y como el guardián había predicho, las caras de su seres queridos también desaparecían poco a poco en lo más hondo de su memoria…
Fue llevada ante la eternidad.
La eternidad se parecía mucho a la nada.
No supo qué decirle, pues no tenía pecados que confesar.
La eternidad tampoco habló.
El guardián se metió de nuevo en su cabeza y le dijo: eso es lo que te espera. Tu anfitriona es tu futuro. El juicio está aún lejos, pues muchos otros antes que tú deben ser también jugados. Algunos tienen tantos crímenes en sus espaldas que se tardan siglos en juzgarlos. Otros son sencillos y pronto reciben la sentencia. No debe asustarte la sentencia, puesto que ya debes saber, que aquí no se condena a nadie a muerte…
A la mujer no le hizo gracia el chiste del guardián, quien siguió hablando:
- Tú no serás sentenciada al martirio, ni a la tortura, pues tu sudario es blanco y puro. Todos te reconocerán como a uno de los elegidos. Por esto, te repito, nadie aquí te hará daño.
- Me siento sola- se atrevió a decir en un susurro.
- Así es la eternidad. El sufrimiento viaja siempre con nosotros. No importa si has obrado bien o mal en tu vida, pues el sufrimiento y la soledad nos acompaña a todos. No encontrarás dolor físico en tu camino, pero tampoco te librarás del que procede de los sentimientos…
- No comprendo donde estoy, ni entiendo para qué se nos juzga, si todos hemos de sufrir por estar solos.
- La muerte es como la vida. Es incomprensible en todos sus aspectos. ¿Por qué nacemos? Nadie ha respondido nunca esa pregunta. Sabemos cómo opera la biología, pero no conocemos el sentido de la vida. La muerte es asimismo igual de extraña. Nadie sabe por qué morimos, ni qué venimos a hacer aquí.
- ¿Y por qué eres tú un guardián? A alguien has de servir, ¿quién es tu amo?
- Yo no sé a quién sirvo. Imagino que es la propia muerte mi dueña y señora. Yo sé que tengo este cometido y no hago tantas preguntas como tú. Puede que algún día, tú también descubras que tienes un cometido. Algunos habitantes de este castillo, lo abandonan en las frías noches de invierno y se divierten a asustando a los mortales. Ése es su cometido. Otros prefieren hacerse pasar por gatos negros y hacen tropezar a ancianas o hacen petrificar de terror a niños indefensos, provocando ruidos en sus alcobas. Estos son sus cometidos. Los menos, nunca salen excepto en la noche en que gobernamos los muertos sobre los vivos y su cometido es vigilar que ninguno de los demás sobrepase los límites. Puede que tu cometido sea procurar más almas a este castillo. Nadie lo puede saber. La mayoría de los que aquí se encuentran aún no lo saben y por ello, intentan disfrutar de los placeres que aquí se les ofrecen.
- Antes has dicho que a algunos seres se les tarda siglos en juzgar. ¿Cómo sabré que ha pasado ese tiempo?
- La eternidad- respondió el guardián –es muy variable en su extensión. El tiempo no se mide tal y como lo miden los mortales. El tiempo pasa, simplemente, y de pronto, te toca ser juzgado. No te darás cuenta del paso del tiempo. Aquí la noche es eterna y no notarás el paso de los días. No te tortures con preguntas que no tienen explicación. Las cosas son así y nada más. No hay motivo.
La mujer palideció de nuevo. Sus labios temblaron por un momento, pero pronto se recuperó de su pavor. No quiso preguntar más. No quiso saber más. Ella siempre había creído que la muerte sería otra cosa. Siempre había imaginado que su cuerpo sería devorado por el Gran Gusano y su espíritu iría a parar a un lugar mejor que el terrenal. Siempre le habían contado que las personas buenas iban al edén y las malas al infierno. Aquel lugar, aquel castillo, se parecía mucho más a una cárcel que a un bello paraíso. Aquel lugar era horrible.
El guardián la llevó a su aposento. Era una alcoba ricamente decorada, con una cama de oro y sábanas de raso y seda. En la estancia había cuadros por doquier, manjares en una gran mesa de roble y un espejo de plata, ovalado, de pie al lado de una de las ventanas, las cuales tenían vidrieras por cristales. Por ellas, se filtraba una tenue luz, procedente de la extraña noche que lo rodeaba todo. La habitación parecía parpadear por efecto de aquella luz. Toda la estancia tenía un halo de misterio, una sensación lóbrega y a la vez agotadora. La mujer pensó que quizás era ella la que se encontraba cansada. Comió alguno de los manjares cuando se encontró sola. El guardián le había dicho que no los necesitaría, pero que muchos de los seres encontraban consuelo en poder disfrutar del placer de comer y beber, así como de acostarse con sus congéneres. Después se miró en el espejo de plata levemente complacida y observó con horror que su rostro se había demacrado, poco a poco su cara se parecía más a la de su guardián, y así el resto del cuerpo. Y entonces, aterrorizada, supo que estar allí no era lo más horrible de morir.
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