martes, 28 de junio de 2011

Melodía triste de piano



Caminaba lentamente, aquel día iba a estudiar. Había pasado miles de veces por allí y sin embargo nunca había oído aquel maravilloso sonido, aquella melodía. Era un piano, sí, un piano. Adoraba los pianos porque también ella, alguna vez soñó con aprender a tocar uno. Le gustaban sobre todo porque tenían un maravilloso sonido, que una vez dentro de la mente es imposible sacar. 
No conocía la pieza que el desconocido pianista tocaba, así que se dejó llevar por la música, mientras caminaba cada vez más despacio, más y más lento para no alejarse demasiado de la ventana de donde procedía la música. Instintivamente, miró su reloj y se dio cuenta de que se le estaba haciendo tarde, así que se resignó y tuvo que alejarse.
Al día siguiente lo volvió a oír. Era la misma melodía, tristona y lenta, muy lenta, como sus pasos. Era como si el piano fuese a tempo con ella. Cuando pasaba bajo su ventana y le oía tocar, sentía una sensación muy extraña, como si flotase, como si llevara la música dentro, muy dentro de sí. Aquella dulce sintonía, le hacía recordar su pasado, como cuando, siendo una niña, también ella quiso aprender a tocar un piano, quiso cerrar los ojos frente a uno, poner sus dedos en las teclas, abrir los ojos de repente y tocar, tocar hasta el infinito, arrancar nota por nota, una canción, sentirse libre como se sentía ahora oyendo tocar al desconocido. 
Ni siquiera sabía de dónde procedía la música. Miró hacia las ventanas, pero no consiguió ver nada. Quizá no fuese un piano. Quién sabe, a lo mejor se trataba de una simple grabación de música clásica. Sin embargo, ella se resistía a creerlo, prefería pensar que su ser se estaba enamorando del sonido de un piano extraño, sin conocer al dueño de las manos que tocaban tan preciosa música.
Poco a poco y día tras día, el sonido al pasar bajo aquellas ventanas le era más familiar y el acostumbrarse a oír siempre la misma sintonía le hizo comprender que la persona que tocaba estaba ensayando. Todos los días le deseaba, interiormente, suerte, porque ella pensaba que tal vez su desconocido pianista fuese algún día a una audición. Pero también deseaba que, si le daban un trabajo, esa persona no se fuese de la ciudad. Alguna vez pensó que quizá su pianista tocase por placer, por amor a la música, lo que le gustaba aún más. Así nunca se iría.
Un día, al pasar bajo su ventana, no oyó la fantástica música que esperaba. Sin embargo, no le dió mucha importancia ya que nunca la oía a la misma hora, sino que unas veces era al entrar y otras, al salir de clase. Pero al salir, tampoco la oyó. Esperó un rato, impaciente, pero nada. Sólo el sonido estruendoso de los coches al pasar. Así que, triste, regresó a casa. Empezó a hacer cavilaciones de la más diversa índole. Llegó a creerse de verdad la historia que ella misma había inventado, sobre la grabación. También pensaba que quizá le hubiese ocurrido algo a su desconocido pianista.
Aquel día fue eterno para ella. Deseaba que llegara el día siguiente, para ir a clase y comprobar si el pianista tocaba o no. Y el día siguiente llegó. A la ida, creyó oír algo, pero acabó suponiendo que había sido su propia imaginación. A la vuelta, y mientras recordaba el susto del día anterior, oyó unos magníficos acordes. Era otra melodía, igual de bella que la primera que escuchó. Y recordó como, un día antes, el viento intentaba devolverle una sonrisa que sólo el sonido de aquel piano le haría recobrar. Una sonrisa que se había llevado aquel maldito silencio y que la nueva pieza le devolvió. 
Allí se quedó, disfrutando con su música durante más de un minuto, parada, con los ojos cerrados, mientras la gente la miraba con caras raras al pasar, creyendo tal vez que estaba loca. Y sí lo estaba. Lo estaba por la música que emitía aquel piano. Por su sonido, inigualable para ella, que no conocía mucho sobre piezas de música clásica, ya que hasta entonces el no poder aprender a tocar el piano le había hecho sentir repulsión hacia aquel tipo de música.
Pero ahora se daba cuenta que tenía mucho que aprender sobre música y al comparar aquella melodía con el inacabable pompom de la música de discoteca, prefirió mil veces lo que deleitaba ahora sus oídos, aunque no pudiera bailar, porque se sentía muy bien, se relajaba y creía volar.
Volvió a sentir, entonces, ganas de tocar un piano, ganas de aprender, ganas de saber. Pero ya era demasiado mayor para empezar a estudiar solfeo y no quería sentirse una fracasada si por casualidad, veía que debía dejar de tocar para seguir estudiando el bachillerato. No. Era mejor que dedicase su tiempo a otra cosa en la que supiera que podía triunfar. 
Dejó de pensar en todo aquello al recordar que tenía prisa y ya había perdido bastante tiempo allí parada, escuchando al pianista tocar. Caminó deprisa, pensando que por muchas otras que hiciera, lo que de verdad le gustaba, ya desde niña, era ser algún día una gran música y tocar en un inmenso piano para la gente que quisiese verla. Ella sí que tocaría por el mero hecho de tocar, por sentir la música y no por el sucio dinero por el cual casi todos los músicos están en ello.
Reflexionó durante días sobre ello y también sobre como llegar a conocer a su pianista, pero se dio cuenta que era tan difícil verle tocar... Tuvo miedo de que si el pianista se daba cuenta de que ella le escuchaba cada mañana, podía dejar de practicar a esa hora, y perder su música, era para ella perderlo todo. Las ganas de vivir, la ilusión, todo.
Y muy dentro de su ser, algo se dio cuenta de que aunque algún día dejase de escuchar aquella extraordinaria música, nunca olvidaría aquel sonido... nunca lo olvidaría, nunca.



Gijón, agosto de 1994.

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