Hoy
he bajado al mar. Paseé por la playa mientras el agua me lamía los pies, fría,
imperturbable, silenciosa. Ni siquiera la notaba, pues mi cabeza era un
torbellino de deseos y tristezas que un día fueron alegrías. No podía pensar,
pues los indelebles recuerdos iban y venían, se entremezclaban cómo se pelean
por salir, por llegar primero a mis ojos en forma de lágrimas. Sólo estaba
segura de que le echaría de menos. Sólo sabía que quizá nos volviésemos a
encontrar, sí, algún día…
Y mi
cerebro seguía trabajando, como una olla a presión. Él ya no estaba conmigo, no
le vería más. Se había ido. Y ahora era como las gaviotas que, indemnes, volaban
sobre mi cabeza. Eran libres, y quizá el también estuviera cerca del cielo.
Han
pasado siete años pero aún lo recuerdo.
Y no sé por qué, después de tanto tiempo, logro recordar cómo fue. Como sigue
siendo en mi corazón. Pero necesito pensar en él para saber que, aunque todos nos
vayamos algún día, seguiremos vivos en el corazón de los que más nos quisieron.
Me basta con recordar su nombre para pensar con firmeza que me gusta vivir, aún
a pesar de las guerras, y de todas estas vicisitudes de la vida que hemos de
pasar.
Seguí
caminando hacia las rocas, y me senté en una de ellas observando el mar y las
geodas, las olas chocar contra los arrecifes, escuchando el triste sonido del
mar.
Quería
preguntarle, como en la poesía, a los peces, al mar, quería preguntarle al
viento y a las gaviotas, pero sabía que lo único que recibiría por respuesta
sería el absurdo y desgarrante grito del silencio. Quería preguntar por qué se
muere, por qué todo tiene que acabar alguna vez, quería preguntar quién inventó
la palabra fin. Pero nadie puede responderme, porque todos se preguntan lo
mismo que yo.
No
puedo describirle porque yo era muy pequeña y casi no recuerdo su rostro, sólo
sé que lo quería y él me quería a mí. Sólo sé que, de seguir con vida, sería uno
de los que mejor podrían comprender mis sentimientos. Pero la vida es cruel y
egoísta y siempre juega sus mejores cartas, no puedes hacerle trampas. Es como
una partida de mus, en la que ella siempre tiene el órdago ganado y tú, con las
peores cartas no puedes ni siquiera envidar.
Se
me pasaban las horas, allá en la playa, filosofando sobre la vida y la muerte,
y acordándome de él, de mi abuelo. Y casi sin darme cuenta el sol empezó a
desaparecer por el borde del mar. Le dije adiós a mi mar y volví a casa,
caminando entre flores indehiscentes que esperaban ser cortadas por una pareja
de enamorados, o que tal vez, una chiquilla recogiera para su abuelo. Así que,
miré por última vez al rojizo sol que se despedía del día, y mientras una
lágrima recorría, silenciosa, mi mejilla, sonreí pensando que tal vez, sí tal
vez, un día volveríamos a encontrarnos.
Este
texto, lo escribí en 1996, y lo presenté a un concurso literario de mi
instituto, Doña Jimena. Con él gané un áccesit de 10.000 pesetas, que
por aquel entonces me solucionaron con creces gran parte del verano.
Pero aunque hayan pasado ya 22 años (en octubre se cumplirán 23), sigue
siendo completamente vigente.
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