martes, 19 de julio de 2011

Siete años después

Hoy he bajado al mar. Paseé por la playa mientras el agua me lamía los pies, fría, imperturbable, silenciosa. Ni siquiera la notaba, pues mi cabeza era un torbellino de deseos y tristezas que un día fueron alegrías. No podía pensar, pues los indelebles recuerdos iban y venían, se entremezclaban cómo se pelean por salir, por llegar primero a mis ojos en forma de lágrimas. Sólo estaba segura de que le echaría de menos. Sólo sabía que quizá nos volviésemos a encontrar, sí, algún día…

Y mi cerebro seguía trabajando, como una olla a presión. Él ya no estaba conmigo, no le vería más. Se había ido. Y ahora era como las gaviotas que, indemnes, volaban sobre mi cabeza. Eran libres, y quizá el también estuviera cerca del cielo.

Han pasado siete años pero aún  lo recuerdo. Y no sé por qué, después de tanto tiempo, logro recordar cómo fue. Como sigue siendo en mi corazón. Pero necesito pensar en él para saber que, aunque todos nos vayamos algún día, seguiremos vivos en el corazón de los que más nos quisieron. Me basta con recordar su nombre para pensar con firmeza que me gusta vivir, aún a pesar de las guerras, y de todas estas vicisitudes de la vida que hemos de pasar.

Seguí caminando hacia las rocas, y me senté en una de ellas observando el mar y las geodas, las olas chocar contra los arrecifes, escuchando el triste sonido del mar.

Quería preguntarle, como en la poesía, a los peces, al mar, quería preguntarle al viento y a las gaviotas, pero sabía que lo único que recibiría por respuesta sería el absurdo y desgarrante grito del silencio. Quería preguntar por qué se muere, por qué todo tiene que acabar alguna vez, quería preguntar quién inventó la palabra fin. Pero nadie puede responderme, porque todos se preguntan lo mismo que yo.

No puedo describirle porque yo era muy pequeña y casi no recuerdo su rostro, sólo sé que lo quería y él me quería a mí. Sólo sé que, de seguir con vida, sería uno de los que mejor podrían comprender mis sentimientos. Pero la vida es cruel y egoísta y siempre juega sus mejores cartas, no puedes hacerle trampas. Es como una partida de mus, en la que ella siempre tiene el órdago ganado y tú, con las peores cartas no puedes ni siquiera envidar.

Se me pasaban las horas, allá en la playa, filosofando sobre la vida y la muerte, y acordándome de él, de mi abuelo. Y casi sin darme cuenta el sol empezó a desaparecer por el borde del mar. Le dije adiós a mi mar y volví a casa, caminando entre flores indehiscentes que esperaban ser cortadas por una pareja de enamorados, o que tal vez, una chiquilla recogiera para su abuelo. Así que, miré por última vez al rojizo sol que se despedía del día, y mientras una lágrima recorría, silenciosa, mi mejilla, sonreí pensando que tal vez, sí tal vez, un día volveríamos a encontrarnos.


Este texto, lo escribí en 1996, y lo presenté a un concurso literario de mi instituto, Doña Jimena. Con él gané un áccesit de 10.000 pesetas, que por aquel entonces me solucionaron con creces gran parte del verano. Pero aunque hayan pasado ya 22 años (en octubre se cumplirán 23), sigue siendo completamente vigente.

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