Hace tan sólo dos días que te estaba felicitando por tu 81 cumpleaños y
esta madrugada te nos has ido. Aunque sé que siempre estarás conmigo.
Recuerdo cuando, de niña, me escondía por las habitaciones, en el pueblo, porque no quería volver a Gijón. Y tú me decías siempre: "Corre, escóndete, que yo les digo que no estás y así te dejan aquí, conmigo".
Contigo.
Prácticamente toda mi vida ha estado ligada a ti. Veranos interminables, de río, moras, bicicleta y meriendas en Funtiñea. Otoños de castañas, uvas, manzanas, pimientos asados, calabaza y salsa de tomate. Inviernos de temperaturas bajo cero, braseros y chocolate con tortas fritas. Primaveras de flores, paseos nocturnos y siestas en el patio bajo las nuevas hojas de la parra.
Siempre compartíamos cama, en Gijón, porque no había otra habitación en la que pudieras dormir, y en el pueblo, porque nos gustaba charlar a oscuras, a mí oírte historias de la Guerra Civil y la posguerra, de cómo se hilaba el lino, adivinanzas escatólogicas y divertidas como aquella que decía "Entre dos piedras feroces sale un tío dando voces..." que no sé por qué, en su sencillez, a mí me hacía una gracia tremenda.
Me encantaba oírte. Luego, cuando crecí y me fui a estudiar a Salamanca, en los perdidos noventa, te escribía cartas donde comentaba la situación política del país, y cuando iba a verte, me reñías, porque únicamente te hablaba de eso. Pero es que era de lo que más acabábamos hablando tú y yo.
Más tarde aún, enfermaste. Y yo enloquecí de rabia. Al principio no sabía cuidarte. No sabía o no quería reconocer que necesitabas que te cuidaran. Que ya no eras tú la que me cuidaba a mí. Así fue como empecé yo a cocinar, a intentar aprender en tiempo récord todos tus trucos culinarios. Creo que el amor por los fogones, junto con el amor por los animales, lo heredé de ti.
Y ahora, se me caen las lágrimas al darme cuenta de que es demasiado tarde para hacer aquello que siempre dijimos que íbamos a hacer, lo de grabarte contando cómo viviáis en la posguerra, cómo íbais a Astorga a llevarle a tu padre unas patatas o algo de lo poco que había para comer, a la cárcel. Por rojo. Por rojo y toma ya, probablemente por farandulero. Porque otra cosa de la que te sentías especialmente orgullosa era de las obras de teatro en las que participaba tu padre. Me contabas cómo las preparaban, cómo ensayaban el papel, cómo la gente aplaudía a rabiar porque eran muy buenos.
Me arrepiento de no haberlo hecho nunca. Primero porque creíamos que habría tiempo de sobra y después, por mi falta absoluta de tiempo, trabajando, estudiando una segunda carrera... y luego esa maldita enfermedad que se lo come todo, que es como una nada y que sólo deja olvidos.
Sé que estarás siempre conmigo. En mí, en mi corazón. Sé que siempre estuvimos unidas por algo especial y eso no lo puede romper algo tan feo y absurdo como la muerte. Así que me tocará ser fuerte por las dos, o mejor, por las tres: por ti, por mi madre y por mí, y vivir lo que me resta orgullosa de haber tenido una abuela tan guay como tú. De que fueras la primera en empezar a llamarme "Cris" cuando te enteraste que odiaba mi nombre y el diminutivo que me habíais puesto de pequeña. De que me entendieras, me escucharas, te rieras cuando había que reírse y me consolaras cuando había que hacerlo. De que vivas en mí, en mi forma de ser y en el genio que me gasto. Y sobre todo de que fuéramos capaces de entendernos con una simple mirada.
Siempre he amado la radio. Desde pequeña, y fuese la hora que fuese, recuerdo un transistor encendido en mi casa. Primero, en la cocina, a la hora de la cena, sonaba Gomaespuma. Yo era una canija de ocho o nueve años y no entendía nada, pero veía que mis padres se reían y eso me hacía ver, y creer, que aquello era bueno.
Luego, los domingos de viajes de regreso del pueblo, bajando Pajares detrás de un camión, lento, muy lento, acompañados por el fútbol. Eran tardes, y noches si la caravana era importante, de estadios ilustres, como La Condomina, El Sadar, La Rosaleda, Los Pajaritos, Atocha o el Ramón de Carranza. Ahora perdidos en la memoria, esos estadios forman parte del acervo futbolístico de los ochenta, forman parte de mi niñez.
Más adelante, en la adolescencia, descubrí la radio nocturna. Fue gracias a un walkman (en mi caso, obviamente era un walkwoman) que me habían regalado por mi décimo cumpleaños y que como comprenderéis llevaba mis buenos cinco años dando un uso trepidante. El programa en cuestión se llamaba Fórmula Noche, y viví su cambio de nombre, allá por 1994 al nombre perfecto para un programa de radio: A Escondidas. Me enamoré de la voz de Patrick de Frutos, en los primeros cinco segundos. Y le adoré para siempre en los cinco siguientes.
Recuerdo que ya a finales de los noventa, justo antes de su programa, tenía otro el gran Jesús Quintero, en el que hacía entrevistas y lanzaba poemas y palabras a las ondas de la noche. Otro clásico para mí, que también procuraba no perderme y del cual me empapaba. Estoy completamente segura de que ambos han hecho de mí, un poquito de lo que soy. El lobo estepario no sólo me dejaría un regusto amargo de saber que ese era mi sitio, pero que nunca llegaría a ocuparlo, sino que además, me brindó una de las mejores entrevistas que se le han hecho a mi adorado Sabina.
Después me enganché al deporte nocturno, más que nada por tener de qué hablar con mis amigos, todos aficionados a El Larguero. Yo siempre he considerado que el fútbol es mi pasión pagana, aunque con el paso de los años esa pasión se ha ido convirtiendo en mero entretenimiento, y el fanatismo, en meras simpatías deportivas. Supongo que hacerme mayor influye, y lo agradezco. Me siento un poquito más inteligente desde que veo las rivalidades futbolísticas con la perspectiva de unas risas entre amigos. Fueron muchos años caminando sobre un larguero que llegó un punto que ya no se sabía si era travesaño o fuente de manipulaciones.
Me cansé. Y durante bastante tiempo, un montón de años que llegan hasta hoy, la única radio nocturna que consumo es Milenio 3. Llevo 12 años cabalgando sobre las espaldas del misterio, esa pasión si que no la abandonaré nunca. A veces, sobre todo en temporada estival, cuando repiten los programas porque están de vacaciones, cometo una infidelidad liberadora y estimulante con La rosa de los vientos. Me enamora, me seduce y me deja con más ganas, pero de momento vuelvo al redil. Aún no he conseguido superar eso de los podcasts. La radio de madrugada es inmediata, y escucharla en pleno día me sabe raro. No puedo, no soy capaz. Necesito el halo de la luna a mi alrededor, el sol engaña demasiado.
Claro que la radio está encendida todo el día, en mi casa o en el coche. Ahora, mi trabajo no me lo permite, pero cuando podía, también. Pero no es momento de hablar de la radio diurna, sino de la que nos despierta los sentimientos más profundos y nos hace reencontrarnos con nosotros mismos. Es momento de perderse en la inmensidad de la noche con música prodigiosa, que tuve la suerte de conocer cuando tan sólo era una niña, como la maravillosa, fantástica y arrebatadora The Weight, de The Band, gracias por supuesto a Patrick de Frutos.
Yo espero que me aconsejéis, que me recomendéis espacios en la noche. Necesito mi dosis de radio de madrugada, y últimamente no encuentro nada que me agrade. Insinuadme programas, emisoras, formatos. Aunque ya os voy avisando y esto es innegociable: necesito algo en el cual la palabra y la música formen un tandem perfecto. Así que perdámonos, embelesémonos.
Y ahora, crucificadme por haber escrito esta entrada en pleno día.
Siempre espero palabras bonitas,
siempre espero perdones dorados,
siempre espero abrazos locuaces,
siempre espero silencios robados.
Siempre quiero tenerte muy cerca,
siempre quiero besarte la boca,
siempre quiero dejar de ser terca,
siempre quiero abrazarme a tu ropa.
Siempre pienso en batallas perdidas,
siempre pienso en volver sonriente,
siempre pienso en nuestras despedidas,
siempre pienso en apretar bien los dientes.
Siempre dudo de si nada es eterno,
siempre dudo de si nos sobran razones,
siempre dudo de si llega el invierno,
siempre dudo de nuestras tentaciones.
Siempre intento estar a tu lado,
siempre intento luchar y seguir,
siempre intento andar con cuidado,
siempre intento vivir sin morir.
Algodón era tu mirada, de reojo, cuando creías que no te
veía.
Algodón era tu risa, cálida y sarcástica, cuando bromeabas.
Algodón eran
tus manos, insomnes, jugueteando con las mías.
Algodón era tu cuerpo, perlado
de sudor.
Se me aturullan las tripas de desearte, todo en ti es
algodón de azúcar.
Y cómo te hago saber que no sé qué me has hecho.
Y cómo te
digo que siempre estarás en mí.
Y cómo recuerdo otros agostos, de carreteras
sin transitar, si no estás aquí.
Si todas esas cosas están contenidas en el algodón de azúcar
de una feria, en un carrusel, en la noria que nunca compartimos, en casetas de
tiro y montones de peluches. En los perritos piloto y los lotes etílicos para
adolescentes. En el caótico puñetazo en el estómago que nos dio la vida.
Fui duda hasta que te tuve frente a mí. Ahora soy certeza inquebrantable,
como los juramentos de no olvidarte jamás, que le hice a la luna. Soy piedra
incólume en tu camino, nunca me iré de ahí. Soy adepta de la noche e
incondicional de sus torturas. Seré tuya para siempre.
Quiero manchar mis labios con el algodón de azúcar de tus
néctares secretos, quiero deleitarme con su dulce sabor. Quiero probar de tu
boca, la miel, las manzanas de caramelo, y que tu risa, se confunda con el
tintineo de la campana del tren de la bruja o de la casa del terror.
Algodón de azúcar en mis sueños, flotando en el aire, como
nubes de color rosa, azul, morado. Vientos de otros tiempos que se llevan los
recuerdos podridos y me traen sonrisas del futuro. Atracciones de feria, de
fiesta de pueblo, de oscuridades entornadas y malditas. Verbenas de medio pelo,
bajo las luces tibias de bombillas de colores oxidadas, en la plaza mayor de cualquier pueblo.
Veo el mar por la ventana
que se abre en tus ojos
Está gris, está enfadado
le sobran mis sueños rotos.
Veo la noche irse a la cama
yo no me quiero dormir
sin la almohada de tu pelo
ya no se vivir.
Veo tus manos encantadas
que no me quieren tocar
sin suerte están ya cansadas
de tanto luchar.
Sigo el ritmo en tus pestañas
Ya no me llama tu voz
Me he perdido en tus entrañas
Ya no somos dos.
La tétrica figura la miró. Ella estaba blanca con los ojos desencajados por el terror. Con los labios semiabiertos como esperando a que la garganta se decidiera a dar un grito. La figura, oscura y temblorosa se acercó pausadamente. Ella no podía intuir siquiera que aquel sudario blanco y límpido que la cubría se lo había colocado la mismísima muerte. La figura interrumpió el grito antes de que se produjera. Ella no era capaz de verle la cara, pero si sintió en la mente una voz quebrada, profunda, que le decía que no era necesario tener miedo. Que ahora ya nada le haría daño.
Ella no lograba entender por qué la figura le había dicho aquellas extrañas palabras. ¿Nadie podrá hacerme daño? Eso es algo difícil de creer. Soy frágil, mis huesos pueden quedarse con un chasquido, mi carne es fresca y débil, ¿quién eres tú para decirme que ya nadie puede hacerme daño?
La figura se mostró ahora con todo su horror. Su cara, descompuesta, mostraba parte del cráneo, sólo un ojo se veía en su sitio, aunque la carne del párpado había desaparecido, por lo cual no podía cerrarlo nunca, debiendo aguantar para siempre la tortura de no dormir, de ver todo lo que ocurría. Era una figura alta, cubierta por un manto negro, que dejaba sus huesudas manos al descubierto. Unas manos que sostenía un candil y que también estaban carcomidas por los gusanos, que podían verse por doquier. A las preguntas de la mujer, simplemente intentó sonreír, pero los dientes de su mandíbula estaban casi sueltos, y la figura cerró pronto la boca, por temor a perder parte de su dentadura.
Ella se asustó un poco, pero algo en su interior le hizo sentir pena por la figura, que a todas luces la estaba protegiendo.
- ¿Quién eres? –preguntó tímidamente.
La voz que anteriormente sintiera en su mente, volvió a presentarse otra vez, de nuevo clara y profunda:
- Soy tu guardián.
- ¿Acaso soy prisionera?
- Aquí no hay prisioneros. Puedes salir y vagar. Aquí sólo invitados. Tuya es la decisión de quedarte. - ¿Invitada? ¿Quién es mi anfitrión? - La eternidad –confirmó el guardián quedamente.
Ella se estremeció ligeramente. El pánico había desaparecido por completo. El guardián ya no le parecía horrible. Sintió incluso cierta familiaridad, pero se alegró de que su rostro siguiera siendo bello. Sus mejillas volvieron a cobrar color. Sus manos dejaron de temblar. El sudario le pareció incluso hermoso. Fue entonces cuando asombrada, le preguntó al guardián: - ¿Quién me ha vestido así? ¿Por qué llevo estas ropas? - Todo el mundo viste así en este castillo. Cada uno con una túnica de diferente color. Los colores distinguen a los invitados. - ¿Acaso hay clases en este castillo? - Hay seres –respondió el guardián-. Cada ser viste de un color para que pueda ser reconocido por el resto de habitantes del castillo. - ¿Tiene muchos habitantes este castillo? - Cada día lo pueblan más de mil almas. Y cada noche este mismo número de almas se va. - Intuyo entonces, que éste es un lugar de paso. Quizá me quede unos días y luego siga mi camino. - Tú decides tu destino- afirmó el guardián con su ronca voz.
Ella, toda blanca, no podía acordarse de cómo había llegado allí. No conseguía recordar dónde estaban sus seres queridos, ni siquiera podía recordar sus nombres, aunque tenía presentes los rostros de cada uno de ellos.
- Esto también pasará -le dijo al guardián como las otras veces, introduciendo su voz en la mente de la mujer. - ¿Cómo te atreves? –le inquirió ella- ¿Cómo te atreves a leer mis pensamientos? - Tus pensamientos resuenan dentro de mí. Al igual que en el resto de los habitantes del castillo. Tú también podrás oír los pensamientos de los demás. Aquí no existen los secretos. Aquí no existe la intimidad. - Eso es horrible- respondió ella, pálida. - Es lo malo de este lugar. Muchos se quedan, atraídos por los placeres, pero al cabo de dos noches, no pueden soportar no tener intimidad y se van. A otros no nos importa que los demás descubran todos los secretos de nuestras almas. Incluso aunque hayamos sido seres torturados en vida, seres malvados y corruptos, no nos importa porque es una forma de purgar nuestros espíritus. - No comprendo muy bien –dijo ella entonces sin necesidad de hablar- cómo he llegado aquí. - Todos pasamos aquí al menos una noche. Es la primera posada que ocupamos. Luego podrás hacer lo que te venga en gana hasta que seas juzgada.
La mujer se asustó otra vez y su cara se descompuso, atravesada por el dolor y el terror: - Juzgada, ¿decís? Yo no he cometido crimen alguno. Mi alma es pura como este sudario que me envuelve. Antes me afirmasteis que no soy prisionera. ¿De qué se me ha de juzgar, entonces? - En efecto, no eres prisionera. Ya te he dicho que podrás vagar a tus anchas. Pero antes debes visitar a tu anfitriona. Quizás así comprenderás por qué has de ser juzgada. Todos los seres pasan ante el gran tribunal algún día. ¿No has comprendido…? –el guardián empleó en estas palabras un rictus de dureza- ¿ …que estás muerta?
La mujer rompió a llorar tras estas palabras. Creía que eras un guardián bueno, pensaba para sus adentros, aunque era consciente que otros como ella, habitantes del castillo, la estaban oyendo. Pensó que no era posible que estuviera muerta. No recordaba por qué, no recordaba haber estado enferma, haber sufrido un accidente, ni nada parecido. Y tal y como el guardián había predicho, las caras de su seres queridos también desaparecían poco a poco en lo más hondo de su memoria…
Fue llevada ante la eternidad. La eternidad se parecía mucho a la nada. No supo qué decirle, pues no tenía pecados que confesar. La eternidad tampoco habló.
El guardián se metió de nuevo en su cabeza y le dijo: eso es lo que te espera. Tu anfitriona es tu futuro. El juicio está aún lejos, pues muchos otros antes que tú deben ser también jugados. Algunos tienen tantos crímenes en sus espaldas que se tardan siglos en juzgarlos. Otros son sencillos y pronto reciben la sentencia. No debe asustarte la sentencia, puesto que ya debes saber, que aquí no se condena a nadie a muerte… A la mujer no le hizo gracia el chiste del guardián, quien siguió hablando: - Tú no serás sentenciada al martirio, ni a la tortura, pues tu sudario es blanco y puro. Todos te reconocerán como a uno de los elegidos. Por esto, te repito, nadie aquí te hará daño. - Me siento sola- se atrevió a decir en un susurro. - Así es la eternidad. El sufrimiento viaja siempre con nosotros. No importa si has obrado bien o mal en tu vida, pues el sufrimiento y la soledad nos acompaña a todos. No encontrarás dolor físico en tu camino, pero tampoco te librarás del que procede de los sentimientos… - No comprendo donde estoy, ni entiendo para qué se nos juzga, si todos hemos de sufrir por estar solos. - La muerte es como la vida. Es incomprensible en todos sus aspectos. ¿Por qué nacemos? Nadie ha respondido nunca esa pregunta. Sabemos cómo opera la biología, pero no conocemos el sentido de la vida. La muerte es asimismo igual de extraña. Nadie sabe por qué morimos, ni qué venimos a hacer aquí. - ¿Y por qué eres tú un guardián? A alguien has de servir, ¿quién es tu amo? - Yo no sé a quién sirvo. Imagino que es la propia muerte mi dueña y señora. Yo sé que tengo este cometido y no hago tantas preguntas como tú. Puede que algún día, tú también descubras que tienes un cometido. Algunos habitantes de este castillo, lo abandonan en las frías noches de invierno y se divierten a asustando a los mortales. Ése es su cometido. Otros prefieren hacerse pasar por gatos negros y hacen tropezar a ancianas o hacen petrificar de terror a niños indefensos, provocando ruidos en sus alcobas. Estos son sus cometidos. Los menos, nunca salen excepto en la noche en que gobernamos los muertos sobre los vivos y su cometido es vigilar que ninguno de los demás sobrepase los límites. Puede que tu cometido sea procurar más almas a este castillo. Nadie lo puede saber. La mayoría de los que aquí se encuentran aún no lo saben y por ello, intentan disfrutar de los placeres que aquí se les ofrecen. - Antes has dicho que a algunos seres se les tarda siglos en juzgar. ¿Cómo sabré que ha pasado ese tiempo? - La eternidad- respondió el guardián –es muy variable en su extensión. El tiempo no se mide tal y como lo miden los mortales. El tiempo pasa, simplemente, y de pronto, te toca ser juzgado. No te darás cuenta del paso del tiempo. Aquí la noche es eterna y no notarás el paso de los días. No te tortures con preguntas que no tienen explicación. Las cosas son así y nada más. No hay motivo.
La mujer palideció de nuevo. Sus labios temblaron por un momento, pero pronto se recuperó de su pavor. No quiso preguntar más. No quiso saber más. Ella siempre había creído que la muerte sería otra cosa. Siempre había imaginado que su cuerpo sería devorado por el Gran Gusano y su espíritu iría a parar a un lugar mejor que el terrenal. Siempre le habían contado que las personas buenas iban al edén y las malas al infierno. Aquel lugar, aquel castillo, se parecía mucho más a una cárcel que a un bello paraíso. Aquel lugar era horrible.
El guardián la llevó a su aposento. Era una alcoba ricamente decorada, con una cama de oro y sábanas de raso y seda. En la estancia había cuadros por doquier, manjares en una gran mesa de roble y un espejo de plata, ovalado, de pie al lado de una de las ventanas, las cuales tenían vidrieras por cristales. Por ellas, se filtraba una tenue luz, procedente de la extraña noche que lo rodeaba todo. La habitación parecía parpadear por efecto de aquella luz. Toda la estancia tenía un halo de misterio, una sensación lóbrega y a la vez agotadora. La mujer pensó que quizás era ella la que se encontraba cansada. Comió alguno de los manjares cuando se encontró sola. El guardián le había dicho que no los necesitaría, pero que muchos de los seres encontraban consuelo en poder disfrutar del placer de comer y beber, así como de acostarse con sus congéneres. Después se miró en el espejo de plata levemente complacida y observó con horror que su rostro se había demacrado, poco a poco su cara se parecía más a la de su guardián, y así el resto del cuerpo. Y entonces, aterrorizada, supo que estar allí no era lo más horrible de morir.
Voy a hacerlo fácil. Voy a olvidarte. Voy a dejar de ansiarte, de sentirte, de quererte. Voy a perder la cabeza en otros motivos y en otras tareas. Voy a a hacerlo fácil. Voy a enterrarte entre hojas viejas de cuadernos olvidados. Voy a conseguir que fluya mi imaginación y terminar de creer que nunca has existido. Voy a bucear en las lágrimas y soñaré que nunca me quisiste, que nunca estuve en tus brazos, que nunca has estado dentro de mi.
Voy a ponertelo fácil. Voy a seguir las reglas que yo misma impuse. Distancia, distancia, distancia. Voy a maltratarme con tardes de estudio sin oír tu voz, con mañanas de trabajo y tareas domésticas sin ver tu rostro a través de la pantalla.
Voy a ponernos fáciles las cosas. Voy a olvidarme de tus manos, de tu lengua, de tus labios. De tu pelo alborotado, de mis dedos acariciándote la barba y mi pelvis curvándose de placer con cada embestida tuya. Voy a olvidarme de tus besos, de tus caricias en la espalda, de los mimos, de las risas, del placer. De mi lengua jugando con el aro de tu oreja, de tu olor que se me queda impregnado en la piel durante días, resistiendo al agua y al jabón, o quizás sea mi memoria olfativa que lo recuerda a cada minuto...
Voy a ponerme fácil la vida. Voy a sacarte de mis entrañas, con cuchillo y tenedor, rebanando tu recuerdo en cada minuto que mis neuronas fabriquen una imagen tuya. Voy a dejar de imaginarte tocando el piano en mi cuerpo. Voy a dejar de imaginarte comiéndome entera. Voy a dejar de recordar las mañanas, las tardes, las noches. Los sueños que tenemos en voz alta, los castillos en el aire. Las palabras, los piropos, la ilusión. Voy a encerrarlo con candado todo.
Voy a hacerlo fácil, cielo, voy a dejar de hacer todas esas cosas. En serio, me lo propongo. En serio, me digo. Y pasa un minuto, imagino tus ojos clavados en los míos, tus pupilas pardas enmarcadas en su circulo oscuro, negro, tus pestañas largas, curvadas, enredadas en las mías cuando te acercas para besarme... y me olvido de todo...
Acabo de llegar a casa y no sé cuál es mi
estado de ánimo. Decidí adherirme a la manifestación del bloque crítico
del 15M, a quienes se habían unido los de la CNT. La gente se
concentraba en la calle Viaducto Marquina, todo de muy buen rollo, con
ganas de que pasara la mani de los sindicatos y unirnos a ellos, pero
como bloque diferenciado protestando por algo común. Tres lecheras de la
nacional estaban al principio de la calle, cosa que a nadie extrañó.
Cuando la manifestación convocada por UGT, USO y CCOO llegó a nuestra
altura, en lugar de seguir hacia el Paseo de los Álamos (donde
finalizaba la mani), empezaron a subir hacia nosotros, dejando a la
policía nacional entre ambos grupos. Ellos querían que bajáramos y
nos uniéramos. Nosotros, queríamos bajar y unirnos. Y entonces, la
policía nacional, en toda su racional sabiduría, decidió que no, que ni
pa' arriba, ni pa' abajo. Que no se les ponía a ellos en los cojones
dejarnos pasar. Parece ser que eran órdenes de arriba, directas de Gabino de Lorenzo, desde enero, actual delegado de gobierno en Asturias... hay rumores que dicen que a petición de los líderes sindicales, que no querían ver mezclados al 15M y a otros pequeños sindicatos en "su" manifestación.
Estuvimos casi tres cuartos de hora en esta situación, hasta que hartos
de esperar. comenzamos a caminar hacia abajo de la calle, para unirnos a
los que esperaban. Y como era de preveer, los nacionales empezaron a
cargar. Ví palos, hostias y de todo a menos de 3 metros de mí. Intenté
hacer fotos pero los empujones no permitieron que fueran muy buenas y lo
único que sale medianamente bien es ya desde más lejos y no se aprecia
mucho, solo unos cuantos policías mirando hacia atrás mientras otros
compañeros suyos seguían dando palos. Se ven también fotógrafos y una
cámara de TV grabando, así que espero que salga en algún medio. Pasé del miedo a la RABIA en segundos. Por lo que supimos después, hubo dos detenidos. Por nada, simplemente por querer andar LIBREMENTE POR UNA CALLE.
Quince minutos más tarde y a tenor de lo ocurrido, varios integrantes
de UGT, con chalecos identificativos y otras personas (entre ellas el
padre de un amigo,
con quien estuvimos un ratito comentando la jugada) subieron de la otra
mani hacia la policía y mediaron para que nos dejaran pasar. La
nacional (estos sí, sin identificar, excepto por su uniforme, pero sin
chapitas) se echó a un lado, contra la pared de un edificio y todo el
mundo estalló en aplausos. Nos unimos a la manifestación de los
sindicatos, y puedo decir, que allí no éramos cuatro gatos. Todos juntos
luchando contra lo mismo. No sé cuántas personas podría haber, soy
un poco mala calculando, pero si esta mañana en Gijón había 15.000, en
Oviedo se rozaba el doble o quizás se superaba.
No sólo nos
roban y se creen que somos tontos. Encima se chotean de nosotros en
nuestra cara, e intentan hacernos creer que vivimos en una democracia.
Pero no es así. Hoy puede ver que ni caminar por una calle se puede si a
unos vestidos de azul se les antoja que no, que ahí te quedas. No daba
crédito, no podía creer que se liaran a dar palos por NADA.
Hoy me acordé de los que lucharon detrás de mí y dejé escapar varias
lágrimas pensando en los que vendrán, en mi sobrinín Andrés que nacerá
en junio, y en que se merecen que les dejemos mejores derechos de los
que nosotros tenemos, no peores. Que tienen que vivir en otro mundo, con
otro sistema, porque éste, claramente, no funciona. Que no podemos
seguir pagando los mismos, y que tenemos que dejar de poner el culin y
empezar a luchar por lo que es de todos, no sólo de unos pocos.
Y si alguno de vosotros llega al final de esta parrafada, espero que no haya caído en saco roto.
Roja, qué ironía que fuera de ese
color. Siempre aparecían de noche, y mi madre, dejaba la puerta entreabierta,
muy levemente, para vigilar desde dentro de la casa. Para saber a quién se
llevarían esta vez.
Al día siguiente, hacíamos los
casi 40 km que separaban el pueblo de la ciudad donde estaba mi padre, encarcelado
por rojo. Un color que yo había aprendido a odiar, gracias a la furgoneta.
¡Había tantos colores bonitos! Y él, tuvo que dejar el teatro, que estaba
pintado de todos ellos y cambiarlo por la cárcel, por ser afín a uno solo.
Hacíamos el camino a pie o en
burro, como podíamos. Le llevábamos patatas o lo que hubiera por casa, y mi
madre, le contaba a quién se habían llevado, los de la furgoneta roja.
(Esta historia es real. Me la contaba mi abuela Kika, en las noches de verano de mi adolescencia, bastante antes de contraer esa absurda y torpe enfermedad llamada Alzheimer. La niña, era ella. La madre, mi bisabuela. Sirva de pequeño homenaje a todos aquellos "desparecidos" durante la Guerra Civil, y en la posguerra y que acabaron con sus huesos en cualquier cuneta).
Nunca he sabido estar sola.
Puedo disfrutar de una tarde, de una noche, de un trocito de día.
Pero en cuanto paso más de doce horas sin contacto con otro ser humano,
contacto real, digo, no teléfonico o virtual, me vengo abajo.
Los monstruos de mi armario se sublevan.
Los fantasmas del pasado revolotean, y los del futuro, me lanzan dardos.
La fantasía, que puede desbordarse en cualquier momento,
es difícil de contener.
Y a veces, esa fantasía, en lugar de ser fructífera,
y ayudarme a rellenar folios o a escribir poesía,
se toma la justicia por su mano y estalla en negra agonía.
¿Cómo le doy una patada en los cojones a la soledad?
¿Cómo recupero los trozos rotos de cariño?
¿Cómo recompongo mi vida?
Nunca he sabido estar sola.
Necesito una mano amiga que me levante cada vez que me caigo.
Necesito una mirada templada y serena que me haga ver
que la imaginación a veces no es buena compañía,
en especial, si es la única compañía.
Acabar hablando con una almohada,
cocinando para tu perra o luchando contra el sueño
a las diez de la noche, no puede ser saludable.
Que el cansancio me agote porque me cuesta dormir,
que la voz se me quiebre porque no haya con quien hablar,
que el silencio sea musa y música de los rincones de esta casa.
¿Cómo le devuelvo la alegría a este sueño?
¿Cómo recupero lo que perdimos?
¿Cómo conseguir que tus ojos brillen de nuevo al mirarme?
¿Cuál es la clave con la que comienza esta partitura?
¿Qué timbre desentona mi compás?
Una amalgama de notas, una armadura
Tablatura inacabada de mi ciudad.
Tierna cadencia, timbre insolvente,
Mi sostenido de nuestro corazón.
Nota rota desde la cabeza,
Silencio maldito en la habitación.
¡Menudo contratiempo amarte sin aliento!
Dudas perfectas y asincopadas,
Sigue la dinámica de mis suspiros,
Deshazte de las caricias desanimadas.
Practica una ligadura entre nuestros cuerpos
Y toca el instrumento de mi piel clara.
Perdamos la razón con el invierno,
Asomémonos al balcón de tu guitarra.